El trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH)
es, en esencia, un cuadro clínico caracterizado por la presencia de tres
síntomas: déficit de atención, impulsividad e hiperactividad, que debuta antes
de los 7 años. Además, estos síntomas han de tener un carácter crónico (al
menos durante 6 meses), una intensidad y frecuencia elevadas para la edad del
niño, han de ser referidos por diversos observadores/evaluadores, y estar presentes
en todos los marcos y ámbitos, provocando disfunción en las áreas escolar,
familiar y social.
A diferencia de lo que ocurre en otras enfermedades, los
síntomas característicos del TDAH han sido experimentados por todas las
personas en algún momento de su vida. La mayoría de nosotros sabe lo que es
tener dificultad para concentrarse en una tarea en un momento dado, actuar
impulsivamente en una determinada situación o mostrarse intranquilo e inquieto
ante alguna circunstancia. Ello nos facilita a padres, profesores y
profesionales sanitarios, entender parte de la experiencia y de las
consecuencias que puede tener un niño que presenta un trastorno por déficit de
atención. Pero, por otro lado, el hecho de que los síntomas capitales del TDAH
sean tan habituales en la población “normal” (entendiéndose “normal” como “sin
patología”) favorece que, en algunos casos, padres, profesores e, incluso, profesionales
especializados en la salud mental infanto-juvenil creamos estar ante un
niño que padece un TDAH cuando, en realidad, puede que no sea así.
El niño que padece un trastorno por déficit de atención e
hiperactividad puede desarrollar, por culpa de la enfermedad, problemas de
aprendizaje y fracaso escolar, dificultades en las relaciones sociales, baja
autoestima, ansiedad, depresión, conductas de riesgo (conducción temeraria,
conductas sexuales de riesgo, accidentes, consumo de tóxicos), etc. La
detección temprana del trastorno y el tratamiento y seguimiento adecuados pueden evitar la aparición de tales consecuencias, permitiendo que el niño se
desarrolle con “normalidad”.
Quizás porque cada vez es más frecuente entre los grupos de
padres y profesores conocer “de primera mano” el caso de algún niño o niña que tras
ser diagnosticado de TDAH y comenzar el tratamiento presentó un cambio
espectacular, muy beneficioso para todos (padres, profesores y, para el propio
niño/a, por supuesto), en ocasiones están llegando a la consulta del
profesional sanitario niños y niñas cuyos padres y/o profesores están
convencidos de que presentan un diagnóstico de TDAH y, lógicamente, demandan el
diagnóstico precoz y el tratamiento más adecuado.
Por eso resulta cada vez más imprescindible concienciarnos
de que, para estar seguros de que un niño presenta, efectivamente y sin lugar a
dudas, un trastorno por déficit de atención e hiperactividad se necesita una evaluación
minuciosa y exhaustiva pues, como decíamos al principio, el déficit de
atención, la impulsividad y la hiperactividad son síntomas que, en algún
momento, todos hemos podido experimentar y su presencia no implica
necesariamente que uno padezca un trastorno por déficit de atención e
hiperactividad.
Muchas son las causas por las que un niño se puede mostrar inquieto,
impulsivo y con dificultad para concentrarse. Será necesario descartar todas
ellas para realizar un diagnóstico correcto y certero de TDAH. Señalamos
algunas de ellas:
Retraso mental, coeficiente intelectual bajo, trastornos del
aprendizaje
Trastornos generalizados del desarrollo, trastornos
psicóticos, disociativos, trastornos de la personalidad, trastornos de ansiedad
y del estado de ánimo, trastornos del comportamiento
Algunas enfermedades médicas: encefalopatías postraumáticas
o postinfecciosas, epilepsia, déficits sensoriales significativos (ej.- miopía,
sordera), trastornos del eje tiroideo, intoxicación por plomo, anemia
ferropénica, etc, efectos secundarios de algunos fármacos (broncodilatadores,
antihistamínicos, antiepilépticos), trastornos del sueño (apneas del sueño,
síndrome de piernas inquietas, síndrome de movimientos periódicos de las
extremidades),
Factores ambientales (estrés, negligencia/abuso infantil,
malnutrición, inconsistencia en las pautas educativas, abuso de sustancias, etc).
De este modo, siempre que exista la sospecha de TDAH el
profesional deberá realizar una completa evaluación que permita asegurar que la
inquietud, la impulsividad y la dificultad que muestra a la hora de prestar
atención no es debida a ninguna de las patologías citadas arriba y que, por
supuesto, tampoco se corresponden con las experimentadas en un momento dado por
cualquier persona “normal”.